Paisanos y seguidores

Google

17 de mayo de 2012

Me quedé mirándolo; él siguió sentado mirándome, con la silla echada un poco atrás. Dejé vela en el suelo. Vi que la ventana estaba levantada, así que había subido por el cobertizo. No hacía más que mirarme. Al cabo de un rato va y dice: -Buena ropa llevas, muy buena. Te debes creer un pez gordo, ¿no? -A lo mejor sí y a lo mejor no –respondí. -No te pongas chulo –dice-. Desde que me marché te das muchas ínfulas. El hombre estaba más contento que unas castañuelas. Dijo que me iba a estar zurrando hasta dejarme lleno de cardenales si no conseguía algo de dinero. Le pedí prestados tres dólares al juez Thatcher, y padre se los llevó y se emborrachó y armó un lío por todas partes con sus palabrotas, sus gritos y sus escándalos, y así siguió por todo el pueblo, dándole a una cacerola hasta casi media noche; entonces lo encarcelaron y al día siguiente lo llevaron al juzgado. Empezó a pasar demasiado tiempo rondando por casa de la viuda, así que ella por fin le dijo que si no dejaba de rondar por ahí le iba a buscar algún problema. Diablo cómo se puso. Dijo que iba a demostrar quién mandaba en Huck Finn. Así que un día me estuvo esperando en la fuente, me agarró y me llevó río arriba tres millas en un bote y cruzó al lado de Illinois, donde había bosques y no había más casas que una vieja cabaña de troncos en un sitio con tantos árboles... No había una ventana lo bastante grande para que pasara ni un perro. No podía salir por la chimenea porque era demasiado estrecha. La puerta era gruesa, de planchas de roble macizo. Padre tenía mucho cuidado y nunca dejaba un cuchillo ni nada en la cabaña cuando se iba; supongo que yo había registrado por allí lo menos cien veces; bueno, la verdad era que me pasaba buscando todo el tiempo, porque era la única forma de entretenerse. Terminó con una especie de maldición general contra todos, hasta un montón de gente que no sabía cómo se llamaba, así que cuando llegaba a ellos decía como se llame, y seguía maldiciendo. Dijo que ya le gustaría a él ver cómo se me llevaba la viuda. Dijo que iba estar atento y que si trataban de hacerle esa faena, conocía un sitio a seis o siete millas de distancia donde esconderme, y donde podrían buscar hasta caerse muertos sin encontrarme. Me entusiasmé tanto que no me di cuenta del tiempo que pasaba hasta que el hombre se echó un par de tragos como para irse calentando y empezó a armar jaleo otra vez, se puso a gritar y me preguntó si me había dormido o ahogado. Ya se había emborrachado en el pueblo y había pasado la noche en la cuneta. Sí, y se lo he dicho; se lo he dicho al hombre Thatcher a la cara. Me lo oyeron montones de personas y pueden decir que lo dije. Voy y digo: “Por dos centavos me iría de este país y no volvería ni aunque me pagasen”. Eso fue exactamente lo que dije; “Mirar este sombrero –si es que se le puede llamar sombrero-, que se le levanta la tapa y el resto se baja hasta que se cae debajo de la barbilla y ya no es ni un sombrero ni nada”. Por fin, me dio tanto sueño que no pude seguir con los ojos abiertos y sin darme cuenta, me quedé totalmente dormido, con la vela encendida. No sé cuánto tiempo estaría dormido, pero de pronto sonó un grito horrible y me desperté. Era padre, que parecía loco y saltaba de un sitio para otro gritando que allí había serpientes. Decía que se le subían hacia las piernas, y después daba un salto y un grito y decía que una le había mordido en la mejilla. Le rogué; le dije que no era más que Huck, pero se echó a reír con una risa chirriante, y no paró de rugir, de mal decir y perseguirme. Una vez, cuando frené de golpe y lo iba a esquivar por debajo del brazo, me echó mano y me agarró por la chaqueta entre los hombros y creí que allí acababa yo, pero me quité la chaqueta rápido como el rayo y me salvé. En seguida volvió a agotarse y se dejó caer de espaldas contra la puerta para descansar antes de matarme. Se lo di y lo mordió para ver si era bueno, y después dijo que iba a ir al centro del pueblo al tomarse un whisky; que no había bebido en todo el día. Cuando salió al cobertizo, volvió a meter la cabeza por la ventana y me maldijo por tener ínfolas y tratar de ser más que él, y cuando calculé que se había ido ya, volvió a meter la cabeza por la ventana y me dijo que cuidado con aquella escuela, porque iba a estar muy atento y me zurraría si no dejaba de ir.

No hay comentarios:

La Peza y sus leyendas

La Peza y sus leyendas
La Peza y sus gentes
Google